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Comportamiento - 20/12/2018

Compartir y limitar conscientemente la vida digital

3 min Tiempo de lectura

Es una realidad que, aunque obvia, no debería dejar de sorprendernos. Basta con mirar a nuestro alrededor, basta también en muchas ocasiones con observarse a uno mismo. Pasamos un tiempo abundante y creciente mirando pantallas conectadas a Internet. Los servicios y las aplicaciones que nos llegan a través de ellas son muy útiles, en ocasiones imprescindibles, casi siempre entretenidas, atractivas… Las conexiones a la red son cada vez de mayor calidad y de menor coste, con una cobertura prácticamente total. Los portátiles, las tabletas, pero sobre todo los móviles ofrecen prestaciones asombrosas a un coste contenido. La sociedad de la información, y del consumo, nos empuja a Internet. Y no parece que nada nos indique que esta tendencia vaya a cambiar sino que, muy al contrario, se acentúa. Mirar la pantalla se ha convertido en otro de nuestros hábitos, en uno de esos tics cotidianos que repetimos sin saber en ocasiones por qué o para qué. Es un hábito que, además, se viene instaurando desde edades cada vez más tempranas. Siempre tenemos algo útil, divertido, curioso o estimulante a mano… en la mano que sujeta el móvil. Y eso está bien, muy bien, pero no siempre es saludable, no cuando se hace de forma abusiva e inconsciente o, incluso, compulsiva. Contar nuestra vida a otras personas, saber de la de ellas, actualizar nuestras redes sociales para competir por la atención ajena, participar en grupos de mensajería para sentirnos acompañados y relevantes… son acciones que están consumiendo muy buena parte de nuestro tiempo y éste, hablando de vida, es finito a ambos lados de la pantalla. Y como el tiempo es un bien escaso, a razón de 24 horas al día, resulta que el abuso de pantallas nos pasa un precio que puede ser muy alto: destender nuestra vida fuera de la red (pérdida de nexos con personas próximas o reducción de la calidad y calidez de nuestras relaciones) y algo no menos importante, “reflexionarnos”. La pantalla es en muchos casos la vía de escape a nuestra propia realidad, y cuanto más la usamos, más complicado es recorrerla en sentido contrario. Se requiere, por lo tanto, un cambio para el uso sostenible de las tecnologías digitales para la comunicación y que podemos iniciar apoyándonos en estos tres pasos:

  • Toma de conciencia: requiere pasar de consumir tecnología conectada a utilizar de forma crítica la misma (¿qué, para qué, para quién?) y observar las consecuencias en nuestra vida.
  • Adopción de una decisión: sobre lo conocido y consciente, se debe hacer balance de ventajas e inconvenientes, de amenazas y oportunidades, y adoptar una postura sobre qué uso se desea hacer.
  • Cambio de hábitos: para sostener esta nueva posición ante las tecnologías digitales para la comunicación muy posiblemente haya que rectificar hábitos. Ello supone también un nuevo modelo de relación con las demás personas que debe ser explicitado para que la comunicación no se resienta. Se trata de una labor de reeducación personal, pero también acondicionamiento con respecto a aquellas personas con las que nos relacionamos. Deben saber, por ejemplo, que no participar en un grupo con asiduidad no significa desapego o que estar desconectada o tardar en responder un mensaje no es muestra de desatención o desprecio, sino otra forma de gestionar los ritmos, las prioridades y las relaciones.

En el caso de las familias, es vital el papel a la hora de dar ejemplo a hijos e hijas dejándoles claro con nuestras propias actitudes que usar el móvil debe ser una decisión y una opción y no una obligación o una devoción.

Precisamente porque estamos en una sociedad digital que acelera nuestro ritmo de vida y automatiza nuestras acciones, es más necesario aún promover una forma de vida basada en la consciencia, la pausa y en la reflexión.

 

Autor: Jorge Flores, Fundador y Director de PantallasAmigas. Colaborador de Dialogando.

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